En los vagos recuerdos de mi infancia, y a través de mi adolescencia, está mi mamá repitiéndome hasta el cansancio que nadie debía tocarme. Que si quería ir al baño, fuera sola. Que yo era dueña de mi cuerpo y nadie podía hacerme algo que no quisiera.
Recuerdo mi último año de la primaria que un profesor me tocó el hombro durante mucho tiempo, me hizo sentir incómoda así que me alejé. Recuerdo un curso de verano en la universidad que a uno de mis profesores le gustaba abrazar a las alumnas al terminar la clase, yo me perdía entre el grupo y me despedía de lejos, era una clase interesante.
Mamá siempre me interrogaba, amorosamente, cuando volvía del colegio. Quería saberlo todo, siempre quiere. Hoy me doy cuenta que eso creó una zona de confianza para no ocultar cosas. Ella no critica, pero casi siempre se preocupa de más.
Una vez en la primaria, estudiaba en un colegio católico a pesar de ser cristiana, la coordinadora me pidió no decirle a mi mamá que fui parte de una mini procesión del Señor de los Milagros como parte de la clase de religión, curso del que estaba exonerada, por cierto.
Mi curiosidad siempre ha podido más, aparte de que soy muy mala mentirosa, así que le pregunté a mamá por qué no podía contarle que participé de la actividad, yo no creía en ese señor, pero siempre he sido soldadita obediente de mis autoridades directas.
Hago un recuento de estos retazos de mi vida por una razón, me pregunto qué pasaría si todas las madres fuera un poquito más como la mía. Si todas crearán una zona de confianza para que sus hijas le cuenten lo que les pasó y no tengan que vivir en condiciones poco adecuadas.
Qué pasaría si les enseñáramos a las niñas que son dueñas absolutas de su vida y su cuerpo y que ningún hombre o mujer puede lastimarlas, tocarlas, ordenarlas, mandonearlas o marcarlas sin su autorización. Que pasaría si todas las madres, y mujeres, se pusieran de acuerdo en respaldarse unas a otras y empoderar a la nueva generación, junto con la actual. Solo me pregunto.
Y sí, sé que para cada víctima hay un victimario, lamentablemente les hemos dado mucho espacio de trabajo a estos últimos y ya es hora de recuperar el terreno perdido, de dejar de buscar argumentos de igualdad, los hayan o no, y enseñarle a nuestras niñas a ser dueñas de sí mismas, a no guardarse el secreto de la incomodidad y a hablar con libertad en todo momento.
Ya es hora de darle la vuelta al viejo estereotipo de «calladita te ves más bonita», cuando «empoderada te ves más hermosa» es la fórmula que mi abuela uso con mi tía y mamá y que ellas usaron conmigo y mi prima. Y aquí estamos, en pie de guerra por las que aún no saben que pueden pelear también – o que ya no pueden.